Conferencia a pronunciar en la Exposición del Libro Católico el 14 de septiembre del 2006.
Estamos dentro del año en que se ha cumplido el vigésimo quinto aniversario del fallecimiento de Leonardo Castellani. Y un cuarto de siglo resulta un lapso adecuado para evocar su figura y valorar su obra, cosa que se me ha pedido hacer esta tarde. Tarea que acepté con gusto, pese a las dificultades que supone.
Pues, en efecto, no resulta fácil cumplir este cometido ante un público como el que conforman ustedes, conocedores de la trayectoria del cura hasta tornar petulante la pretensión de aportar algún dato que no conozcan ya o alguna opinión más o menos original a su respecto. Pretensión a la cual he renunciado de antemano pues, por considerarla fuera de mi alcance, lo que pienso hacer, sencillamente, es desgranar algunas evocaciones y formular ciertas opiniones que, muy posiblemente, les resulten familiares, por parecerse más a las de un admirador como cualquiera de ustedes que a las de un crítico aséptico y erudito.
Porque ocurre que el transcurso del tiempo y las mutaciones sufridas por el país y el mundo en estos veinticinco años, me han llevado a lamentar de manera muy especial la ausencia del pensamiento esclarecedor de Castellani, apto para guiar el nuestro a través de las complejas y cada vez más ingratas situaciones que nos presenta la actualidad. Y no creo equivocarme al presumir que a ustedes les ha de estar sucediendo algo parecido, emparejando nuestro estado de ánimo ante el recuerdo compartido.
No sé si será éste el efecto más notable que la ausencia de Castellani produce en nuestro espíritu. Pero es el primero que me viene a la cabeza. Pues el cura tenía la virtud de encarar problemas que no podíamos pasar por alto y que imponían tomar partido a su respecto pero que, a veces, resultaban difíciles de entender y, por ende, difíciles de encasillar. Entonces, aparecía el libro esperado o el artículo oportuno del cura presentando lúcida y honestamente el problema para, luego, formular con relación al mismo su juicio fundado y honesto.
Y esta capacidad suya, orientadora, resultaba un verdadero servicio a la inteligencia, que no puedo menos que añorar en momentos en que se nos ofrecen múltiples e intrincadas opciones en los planos más variados.
Días pasados, en el Instituto de Filosofía Práctica, oía al padre Biestro –eminente conocedor del tema- hablar sobre el padre Castellani. Y una de las cosas que dijo fue que había sido uno de los pocos espíritus universales con que contó la Argentina. Observación certera, por cierto, y que comparto hasta el punto de hacerla mía. Pero que, sin embargo, no se refiere al aspecto del cura que acabo de mencionar y que añoro. Pues, si bien es cierto que aprecio en toda su importancia ese espíritu universal que mencionaba Biestro, lo que estoy echando de menos es el enfoque argentino con que Castellani observaba los asuntos universales y nacionales.
Estoy echando de menos esa característica tan suya de mirar las cosas “desde la Argentina” y “desde lo argentino”. Y la estoy echando de menos justamente cuando, aparentemente, se registra un sarampión de nacionalismo estrecho, despojado en absoluto de ese afán de proyectarse hacia lo universal que caracterizó al buen nacionalismo de Carlos Ibarguren, de Hugo Wast o de Ignacio Braulio Anzoátegui.
Estoy echando de menos la capacidad de Castellani para enlazar el escándalo de la Coordinación de los Transportes con el pensamiento de Platón o la renovación de los contratos de la CHADE con la filosofía de Santo Tomás. Estoy echando de menos su inteligencia poderosa, su formación teológica, su información filosófica, sus conocimientos literarios aplicados a las celebraciones y los dramas que afectaban cotidianamente a sus compatriotas. Quienes, sin ese auxilio que nos prestaba, andamos bastante despistados. Hasta el punto que la reacción de un pueblo disconforme puede ser capitalizada hoy día por un señor, seguramente bien intencionado pero de alcances tan modestos como el ingeniero Blumberg.
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En otra oportunidad, dentro de este mismo marco, ofrecido por la Exposición del Libro Católico, presentaba yo una reedición largamente demorada de “Su Majestad Dulcinea”, una novela de Castellani particularmente dramática y particularmente actual. De manera que, dada la coincidencia de escenarios, no quisiera repetir lo expresado entonces. Pero, pese a ello, reiteraré alguna cosa ya dicha, al menos para dar razón de mi presencia aquí esta tarde.
Y, con tal propósito, volveré a informar que tuve el privilegio de haberlo conocido y tratado al cura en virtud de circunstancias que paso a explicar. Lo vi de lejos, por primera vez, cuando, en calidad de simple feligrés porque tenía “suspendida la misa”, cumplía con el precepto dominical en la iglesia de Pirovano, mi pueblo, a fines de 1955. Ocurrió que había sido invitado por mi tío Ignacio Pirovano a pasar una temporada en su estancia Cume Co, en busca de la tranquilidad requerida para terminar de escribir, precisamente, “Su Majestad Dulcinea”.
Acababa yo de hacer la conscripción y a Castellani lo vi de lejos, en un rincón de la iglesia y con un aspecto bastante impresionante. No lo saludé pues, por una parte, a la fecha yo sabía poco de él y, por otra, papá escurrió el bulto pues su ortodoxia inflexible le llevaba a soslayar el trato con sacerdotes inmersos en conflictos disciplinarios.
La influencia de Franci Seeber y mi matrimonio con Mariquita Ibarguren, hija de Carlitos, me aproximaron a Castellani, ya que Franci era un entusiasta de su obra y Federico Ibarguren, tío de Mariquita, gran amigo del cura, que solía pasar algún tiempo en su campo durante el verano. Por tales motivos no sólo leí yo sus libros sino que, recién regularizada su situación canónica, fue él quien bautizó a mi hijo mayor, hoy también sacerdote. Por otra parte, establecida una excelente relación, fue a comer alguna vez a casa y, más tarde, lo tuvimos como cliente en el estudio jurídico que abrimos con Santiago Estrada. Y debo a su generosidad juicios muy favorables referidos a mis primeras novelas, alguno de los cuales apareció en el suplemento literario de “Clarín”.
Por estas u otras razones, en algún momento me pidieron que escribiera un estudio preliminar para la “Nueva Crítica Literaria” de Castellani, editada por Dictio en 1976. Acepté el encargo con una audacia que hoy me estremece. Y que quedó de manifiesto al meterme yo en honduras filosóficas, francamente superiores a mis conocimientos, que ahora, con la prudencia conferida por los años, hubiera soslayado cuidadosamente.
Cuando me propusieron dar esta charla recordé aquel prólogo. Y me suscitó curiosidad comprobar qué opinaba yo de Castellani hace treinta años. Pude comprobar así que, en esa época, no sólo era mayor mi audacia sino que, además, mi manera de escribir era más elaborada que actualmente. Pero observé a la vez que hoy podría suscribir los cuatro apartados en que dividí la valoración del cura formulada entonces. Tanto es así que los repetiré esta tarde, si bien fundados de manera diferente.
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En primer lugar dije entonces que Castellani era un aristócrata del alma y del espíritu, formulando una distinción filosóficamente endeble entre aquélla y éste. Pero me quedo no obstante con el núcleo de esa afirmación y, a tres décadas de distancia, repito que Castellani era un aristócrata, en el correcto sentido del término.
Hablar de aristocracia no está de moda. Antes bien, decir de alguien que es un aristócrata podría llegar a resultar descalificatorio. Se trata sin embargo de un elogio, de un gran elogio, una vez aclarado qué es, verdaderamente, un aristócrata.
Cuando hablo de aristocracia no me remito al Gotha ni al Libro Azul de las Damas del Divino Rostro. Hablo de selección, de excelencia. Y el producto de una selección resulta por lo general de buena calidad. Aunque hoy día la tarea de seleccionar sea tenida como discriminatoria. Daré un ejemplo para que se vea la cosa con claridad.
Según cabe inferir de mi referencia al pueblo de Pirovano, yo me crié en el campo, quinientos kilómetros al sudoeste de Buenos Aires. Allí mi padre tuvo la originalidad de criar ovejas, pese a tratarse de tierras aptas para la agricultura y para invernar vacunos. Y, como criaba ovejas, dos veces por año llegaba a casa la “comparsa” de esquiladores para realizar su tarea. Conjunto de hombres sencillos, criollos casi todos, que cumplían duras jornadas. Al final de las cuales alguno de ellos, junto al fogón, empuñaba la guitarra para cantar una milonga o un estilo conservado por tradición oral. Y ese hombre, sencillo como dije, analfabeto a veces, que, no obstante, se destacaba entre sus compañeros por haber aprendido a rasguear en la guitarra y por haber tenido interés en aprender y recordar viejas melodías de la llanura argentina, era, sin duda, un aristócrata. Un hombre superior y diferente, que se destacaba de entre sus pares, tal como lo fue Leonardo Castellani. Aunque su apellido no figurara en la Guía Social.
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Escribí en segundo término que el cura era un representante cabal del compromiso bien entendido. Señalando no obstante que me molestaba la tendencia imperante, entonces y ahora, a considerar “comprometidos” sólo a los comprometidos con la izquierda. Así, un escritor comprometido será, habitualmente, un escritor bolchevique. Circunstancia que no invalida la bondad del compromiso.
Porque comprometerse es algo bueno, aunque un escritor comprometido resulte sospechoso. Y, si no es con la izquierda ¿con qué ha de comprometerse un intelectual que no admita la medianía de una cómoda neutralidad? En mi prólogo lo decía: con la verdad y con la belleza.
Les pido me disculpen ofrecerles una conclusión quizá demasiado altisonante. Demasiado altisonante pero imposible de evitar pues, en efecto, el compromiso bien entendido de un intelectual no puede ser otro que con la verdad y con la belleza. Cosa que sostengo aunque hacerlo implique seguir formulando afirmaciones actualmente objetables. En efecto, acabo de defender la selección y la aristocracia, o sea la discriminación y el elitismo. Y, ahora, defiendo el compromiso con la verdad y la belleza, haciéndome quizá pasible de fundamentalismo. Mal andamos esta noche.
Y ocurre que el padre Castellani estaba realmente comprometido con la verdad y con la belleza. Compromiso patente en el primer caso y menos manifiesto en el segundo, según estimo.
El compromiso del cura con la verdad saltaba a la vista e, incluso, le jugaba en contra. Y le jugaba en contra porque su afán por hallar la verdad en cada dilema que abordaba, le llevaba a presentar con tal franqueza e imparcialidad las distintas soluciones posibles que, con frecuencia, las posturas distintas o contrarias a la suya podían aparecer como más atrayentes que ésta.
Por ejemplo, en el lamentable conflicto que lo enfrentó con su orden, Castellani, defendió apasionadamente su posición (demasiado apasionadamente, diría yo) pero, a la vez, no distorsionó la de sus ocasionales oponentes. Hasta el punto que, como dije, después de conocer los términos de la controversia a través del propio Castellani, uno se termina por preguntar si la razón no la tendrían quienes confrontaba con él.
En este aspecto, el cura batalló por convencer a sus lectores y oyentes que le asistía la razón pero, a la vez, es fácil de advertir que los argumentos que acumula están también encaminados a convencerse a sí mismo, dentro de esa insoslayable necesidad que lo aquejaba en el sentido de determinar quién tenía razón en el diferendo, o sea dónde se hallaba la verdad en litigio.
Si esto era así cuando estaba personalmente comprometido en un asunto, menor esfuerzo le significaría ser ecuánime al abordar cuestiones que lo afectaban de modo menos directo.
En cualquier caso, para respaldar lo que vengo diciendo en este aspecto, es oportuno recordar que, llegado el momento de precisar cuál era el cometido del nacionalismo argentino, Castellani fue categórico al señalar: el nacionalismo debe hacer verdad. Frase que mis amigos y yo hicimos imprimir en un cartel donde se publicitaba un periódico que escribíamos y que se llamaba De Este Tiempo.
En cuanto a su compromiso con la belleza, ejercerlo le supuso ciertas dificultades pues carecía de buen gusto. Cosa que se manifiesta en muchos pasajes de sus obras, desprolijos, despeinados, malsonantes. Y hasta en el aspecto con que solía andar. Lo cual no quita que la lectura de otros pasajes de sus obras nos proporcione un auténtico placer estético, cosa que ocurre con algunos de las Camperas, algunos de las Parábolas Cimarronas y varios de sus comentarios al Evangelio. Pero, sobre todo, la de Castellani es una toma de posición a favor de la belleza, atributo de Dios al fin de cuentas.
También escribí en aquel prólogo que el cura representaba debidamente el justo equilibrio entre las ideas y las cosas. ¿Y a qué me refería cuando escribí esto? Me refería a que, poseyendo una formidable capacidad especulativa, nunca se desentendió de las realidades cotidianas y concretas. Y, a la inversa, que su interés por estas realidades no supuso un obstáculo para ejercitar aquella capacidad. Sobre el particular apunté:
Un hombre como Leonardo Castellani está expuesto, gravemente expuesto, a exilarse de la realidad. Sus condiciones más notables, precisamente, le impulsan a ello. Intelectual, estudioso, leído y escribido, talentoso, sería natural se retrajera hacia un mundo interior ajeno al acontecer de todos los días, donde discurre el hombre común. Pero Castellani no sólo eludió ese riesgo sino que, por el contrario, miró con interés profundo la vida que pasaba frente a su ventana. Y no se redujo a observarla: participó de ella con calidez, con apasionamiento de protagonista. Así fueron amigos suyos hombres cuya única notoriedad es la que les reportó la mención de sus nombres –reales o embozados- en algunas obras de Castellani. Supo recordar las sentencias de entrecasa del peluquero habitual y valorar la sabiduría que encerraban. Tomó en cuenta las opiniones recogidas en el subterráneo y citó las quejas de la vecina de enfrente.
Escribí por último de Castellani que era la inteligencia de una Argentina posible. Porque el cura, pese a advertir con claridad y crudeza la situación en que se hallaba su país, siempre buscó obstinadamente alguna razón para justificar la esperanza. Una esperanza contra viento y marea, una esperanza desesperada –valga la paradoja- pero, a la vez, una esperanza que ofreciera algún atisbo de viabilidad.
La primera novela que publiqué se llamó Frida y pinto en ella a la Argentina sumida en una crisis terminal, a raíz de la cual el país es rematado en pública subasta. Pero sucede que ese remate tiene un final feliz, para hacer posible el cual concurren la aparición de un conductor providencial, la formulación de una convocatoria poética, el esfuerzo de un pueblo unido y el hallazgo de la mítica Ciudad de los Césares. Pues bien, uno de los primeros ejemplares de esa novela se lo mandé a Castellani, que me lo agradeció con una carta inolvidable (aunque desmesurada) que, en uno de sus párrafos, dice:
Hay muchas cosas admirables, mas la que me impresiona mayormente es que haya sabido llevar en medio de esa zarabanda de fantasías un hilo lógico y un final plausible, aunque imposible por ahora.
Y creo que ese por ahora refleja cabalmente la esperanza desesperada de Castellani, que acabo de mencionar. A la cual también me refiero en el prólogo que vengo citando cuando digo:
Castellani indagó la realidad argentina, desentrañó sus virtudes profundas y, con ese material, contribuyó a edificar una Argentina ideal, pero posible, que ofreció a la esperanza de sus compatriotas. Magnífica tarea, por cierto.
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Carlitos Ibarguren, un hombre encantador, representante cabal de cierto tipo de argentino en vías de extinción, dividía a los nacionalistas en dos categorías, los catos y los curdos. Catos eran los integrantes de esa estupenda floración intelectual que fueron los Cursos de Cultura Católica. Curdos, en cambio, eran los viejos muchachos, trasnochadores y trompeadores, herederos intuitivos de los Carlés y la La Liga Patriótica. Y decía Carlitos -quien se consideraba curdo, en contraposición a su hermano Federico, Peco, al cual calificaba como cato- que uno de los méritos de Castellani había sido atraer a los curdos hacia la práctica del catolicismo. Atracción que habría tenido por causa la experiencia, para ellos sorprendente, de ver actuar en sus filas a un sacerdote combativo, patriota y sin pelos en la lengua (o en la pluma). Expresión típica de esta singular forma de apostolado fue el caso de Eduardo Muñiz, Nenucho, caricaturista temible “El Fortín” y “La Maroma”, escéptico en materia religiosa, pero que acudía puntualmente a la misa dominical que celebraba el cura en la iglesia del Tránsito a fin de grabar sus homilías.
Me ha parecido oportuno traer también a colación este aspecto de la personalidad de Castellani, que no cabe omitir en una noche de reconocimientos y evocaciones.
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En 1996, la Secretaría de Cultura de la Nación, a través de la Dirección de Promoción del Libro, tuvo la buena idea de publicar un pequeño folleto titulado Homenaje al Padre Castellani en el XV Aniversario de su fallecimiento. Autor de ese folleto era el cardenal Antonio Quarracino.
Y me ha parecido oportuno traerlo a cuento por varias razones, a saber:
Primera: para añorar el hecho de que una repartición pública rindiera homenaje a Castellani, cosa que parece casi inimaginable en los tiempos que corren.
Segunda: para señalar que el funcionario a cargo de aquella repartición era Manuel Outeda Blanco, impulsor de la iniciativa y factotum de la Exposición del Libro Católico.
Tercero: para darme el gusto de mencionar aquí al autor del opúsculo, el cardenal Quarracino, a quien tanto se debe en lo que se refiere a reivindicar la figura del padre Castellani. Reivindicación que sintetiza el siguiente párrafo del trabajito:
A mí no me cabe la menor duda que siempre fue ortodoxo, cien por cien, y si me apuran un poco, diría que fue tan ortodoxo que en los últimos tiempos padecía de un conservadorismo discutible, de tan ortodoxo que era.
Dice también el cardenal que, en 1937, leyó un poema de Jerónimo del Rey, dedicado a la Virgen de Luján. El cual rastreó luego hasta encontrarlo y reproducirlo en el folleto que nos ocupa.
Y me parece a mí que las últimas dos décimas de aquel poema constituyen el mejor cierre para la presente evocación, vinculada con un aniversario de la muerte del padre Castellani. Dicen así esas estrofas.